25 septiembre 2007

BASTANTE CREIBLE EXPLICACIÓN DE DÓNDE ESTUVE TODO ESTE TIEMPO... ¡EN LO DE LA NONA!

Sé que miles de mujeres en todo el mundo se arrancaron los cabellos y lloraron amargamente, al no tener noticias mías durante estas dos semanas. Por eso, por respeto a su dolor, porque soy un ser compasivo, es que, aún en contra de mis principios, voy a dar explicaciones al respecto. Primero, no me morí, tal como lo demuestra el hecho irrefutable de que estoy vivo; y segundo, es mentira que estuve internado por un problema gastrointestinal debido al abuso crónico de postre Serenito.
La realidad, la pura verdad, es que estuve compartiendo unos gratos momentos con mi nona. Si, tal como lo oyen, tal como la joven Caperucita, fui a visitar a mi abuelita. Octogenaria ella, merecía la visita del nieto prodigio de la familia (soy el único de la rama genealógica que comprendió el concepto y la aplicación práctica de “leer y escribir”), aunque ustedes se preguntarán por qué fui a visitarla, sabiendo que hace años me declaré hijo de la Madre Naturaleza y nieto legítimo del Creador (con derechos legales sobre todas sus pertenencias en la tierra). Bien, la verdad es que andaba necesitando un arma de fuego, preferentemente una metralleta. Así es. Saben bien que no soy partidario de la utilización de las armas de fuego (salvo que sea extremadamente necesario tener una cerca, como por ejemplo si un psicópata se te arrima con un pucho en la mano y de repente te pide fuego, acaso ¿no es sospechoso todo ese asunto? Hay que estar preparado, está lleno de locos por todos lados), pero una situación enfermiza, al límite, me obligó a tan tremenda determinación. Les cuento: resulta que yo tengo un loro. No es papagayo ni nada raro. Es más bien un loro de campo, común y feo como la muerte. El tema es que este loro, pertenece a la familia desde hace tiempo. En realidad, le pertenece a mi madre (¡mi santa madre!) quien alguna vez declaró abiertamente sus deseos de que él fuera su hijo “y no vos, pedazo de basura, que me arruinaste la vida desde tu concepción”, según sus propias palabras. La cosa es que la Justicia, sabiamente, no la dejó adoptar al loro y ponerle mi nombre e investirlo con mis derechos de hijo, como el derecho a la herencia.
Bien, no quiero perderme en arbitrariedades literarias. La cosa es que este loro, desde esa oportunidad, se convirtió en mi acérrimo enemigo. No sólo por ese detalle escandaloso en la historia familiar, sino por su maldita costumbre de despertarme con sus graznidos a la hora de la siesta, maldita costumbre que tiene porque sabe que me molesta. Es claro, como todo hombre que trabaja gracias a su creatividad, yo soy un tipo de frágil reposo. Necesito tranquilidad para estar siempre alerta. Doce o catorce horitas al día. Es por eso que necesito descansar convenientemente, por si me llaman y me dicen “Miguel, tenés que salvar el mundo” o “Miguel, tenés que salvar la galaxia” o “Miguel, tenés que enseñarles a hacer el amor al Seleccionado de la Confederación de Patinadoras de Europa del Este”. Me entienden. Tengo que estar listo, como una sopa Knorr Quick. La cosa es que con este loro, jodiendo a la hora de la siesta, yo no descanzo y me pongo malo.
Así que, atento a que este plumífero no respetaba el sagrado ritual de la siesta, decidí asesinarlo. Pero luego, descarté completamente esa idea, pues al enterarse, mi madre me mataría a mí sin misericordia como lo hizo con mi hermano gemelo, el Martincito (pensando que era yo), cuando le reventé la tortuga, sin querer, con la cortadora de yuyos.
Fue así como, descartado el asesinato y la muerte por causas naturales, pensé en contratar a alguien para que hiciera el trabajo. Traje un gato, malísimo, parecido a un puma, con los ojos color sangre. Para cebarlo, le inyectaba todos los días una buena dosis de lavandina y lo mantenía sin comer, encerrado en una caja de galletitas Terrabussi. Pero hubo un error de cálculo: cuando lo largué, el pobre estaba tan débil que no pudo escapar del ojo atento del mariscal Pampa, mi feroz canino, mi mano derecha, a quien olvidé encerrar antes de largar al gato, que dicho sea de paso, en paz descanse.
Fue así que viendo que mis intentos se estrellaban contra el muro del fracaso, decidí, aún a riesgo de mi propia vida, acabar con el Pepo (tal el nombre del maldito loro). Sin embargo, el destino me tenía guardada una mala jugada. El perverso Pepo, intuyendo su siniestro destino, se subió a la punta del árbol y, con ímpetu desconocido, comenzó a graznar desde allí. Y como yo al árbol no me subo, porque tengo vértigo, pensé “Necesito un arma, ya”. Pero ¿de dónde saco un arma, sin numeración, no registrada, importada, de precisión, e imposible de rastrear por mi madre? La respuesta llegó en un santiamén: en la casa de la Nona, quien se jubiló traficando armas al Congo Belga.
Así que me fui para allá, a la vieja casona donde pasé las tardes de mi infancia. ¡Qué decirles, me invadió la nostalgia! Vino a mi mente la alacena con la paila de dulces y los aromas frescos de la ternura de verano. Ah, no, esa no es mi infancia. A mí me encerraban en un garage asfixiante para que no moleste, en pleno verano, sin ventilador, y con un ejército de 400 soldaditos de plástico que, prácticamente, se derretían. Y después se preguntan por qué tengo tantos problemas mentales.
Bueh, la cosa es que cuando la encontré y le hice el saludo militar de rigor, la abuela inmediatamente buscó 10 pesos en el monedero, me los entregó, y me dijo “Feliz cumpleaños nene”, mientras me miraba con ojos conmovidos. Aquel gesto desarmó mi armadura (literalmente, la llevé por las dudas, no fuera que a la vieja le diera por probar algunos fusiles conmigo). Ahí recordé que ella, en su devoción de madre de mi padre, me regalaba en cada onomástico de mi niñez, junto con todo su cariño, su amor, su ternura, esos diez pesitos que atesoraba con tanto amor. Pobre de ella, que en su ingenua y feliz vejez, piensa que esos diez pesos con la cara de Belgrano, son una cuantiosa suma que debería de hacer feliz al tierno retoño del árbol genealógico de la familia, que vendría a ser yo. Lamentablemente, la Nona vive en un mundo de fantasía. La pobre tiene Alzheimer y se quedó viviendo en 1991. Yo por esos días tenía 10 años y clarón, 10 pesos era una colosal suma de dinero que alcanzaba para la cometa de Rambo, los caramelos, una pelota de goma, pagarle a Martita para que me muestre su bombacha, darle un peso al coloradito de la esquina para que lo baje a trompadas al que siempre me pegaba a mí y cosas así, cosas de chicos.
La cosa es que yo, en pleno 2007, con la inflación que hay, los quilombos del INDEC y la persecución que debo soportar por dar trabajo a gente indocumentada, no puedo vivir con 10 pesos, por más buena voluntad que ponga.
Pero de repente, se hizo la luz. “Acá hay un negocio”, me dije, cuando me percaté que la abuela, cada 16 minutos cronometrados, se olvidaba de mi presencia en la casa, se sorprendía por mi visita, me felicitaba por mi cumpleaños y me traía los diez pesitos del regalo.
Fue así que me pasé las últimas dos semanas en lo de la Nona. Como ella ya no duerme mucho (sólo tres horas por día), debí de doblegar mi espíritu al máximo, sacando fuerzas de flaqueza y mantenerme despierto, para alcanzar mi objetivo, escuchando el mismo disco rayado unas 21 horas por día, durante 14 días. Casi me vuelvo loco, la neblina de la demencia ya se apoderaba de mí. Pero lo logré. Junté algo así como 21 mil pesos. Buena guita. Yo sé que está mal aprovecharse de una ancianita. Pero la verdad es que esta vieja nunca fue trigo limpio. Creo que, de alguna manera, restablecí el equilibrio del Universo. Después me acordé de la metralleta para el temita del loro, así que le pedí una. Y la vieja, en su longeva sabiduría, me dijo que a las armas las carga el diablo y los pelotudos las disparan. “Mejor pisalo con la moto- fue su ilustrado consejo- hacelo pasar como un accidente y nadie te jode”.