26 octubre 2009

Explicación mas o menos creíble de donde estuve todo este tiempo y encima con un final raro

Resulta que estaba en mi maisonette del barrio Gótico, escuchando la quinta sinfonía que Mendelssohn compuso para conmemorar los 300 años de la reforma protestante, mientras ordenaba alfabéticamente mi colección de figuritas de Boca Juniors Campeón Meropolitano de 1981, cuando de repente, escucho un silbido que venía desde la cocina. Se me habían hervido los fideos.
Tiré el álbum y las figuritas a un lado y fui corriendo a la cocina. Ahí estaba la olla, salpicando agua caliente para todos lados mientras los fideos y algunas salchichas que había puesto junto, asomaban por el costado de la tapa. Agarré un trapo y retiré la olla de la hornalla (ya les conté que no es una hornalla de verdad, sino como una chapa que calienta) y tiré los fideos y las salchichas en el colador. Y ahí fue cuando tuve una visión. Fue como un flash, un dêja vu, y un separador de MTV, pero todo junto. Ya saben ustedes que soy muy sensible. Y también muy espiritual, y ver esos fideos pegoteados y esas salchichas todas reventadas como los dedos de una anciana prostituta doblegada por la artritis, me hicieron pensar en la futilidad de la existencia, en la inmovilidad del cangrejo y en el acorde del choclo del chino. Me sentí enfermo, mareado. Con la mirada en vacío, me fui hasta el sofá, me dejé caer, e hice un profundo autoexamen de conciencia: ¿Quién era yo? ¿Para qué estaba en esta vida? ¿Cuál era mi misión? ¿Existe vida en otros planetas? ¿Harán Matrix IV? Y así estaba yo, sumido en un profundo maremágnum de meditación introspectiva, viendo la perplejidad de mi alma como en un espejo, cuando de repente llaman a la puerta. Bah, en realidad me llamaban a mí, pero tocando la puerta, es una expresión, creo que se entiende, no hace falta recibirse en el Instituto Balseiro para saber que cuando uno utiliza la expresión “llaman a la puerta” en realidad se refiere a que lo llaman a uno. Pero bueno, la cosa es que ofuscado por la interrupción, me dirijo hacia la entrada de mi maisonette y al abrir la puerta, ¡vaya sorpresa!, ahí estaba en cuerpo y alma el Coronel Trautman.

Quizá nunca lo conté, porque es una época de recuerdos muy sangrientos, donde hice cosas que no me enorgullecen, pero en una época yo era miembro de las Fuerzas Especiales, bajo las órdenes de Trautman, aunque lo conocía de antes, de cuando yo estudiaba en West Point y el Coronel era titular de la cátedra de “Acribillamiento de vietnamitas con M 16 a quince metros”.
Y ahora estaba Trautman en mi puerta, con su mirada de militar que ha visto correr ríos de sangre. Yo no creo en las casualidades. Más bien creo que las cosas pasan porque sí, sin ningún tipo de condicionamientos del destino, ni de Dios, ni de los extraterrestres, ni de Batman ni de nadie. Así que al verlo al Coronel Trautman, me di cuenta que él tenía la respuesta a las preguntas que me estaba haciendo.
Con un gesto lo invité a pasar y lo convidé con un té, conociendo los gustos sajones del Coronel. Como en casa no tengo ningún té, agarré una hoja de lechuga y la herví en el agua que me había sobrado de los fideos. También agarré una salchicha y la tiré junto, como para darle un sabor exótico. En todo ese tiempo, no cruzamos ni una palabra. Es una historia larga y confusa, pero resumiendo, con el coronel las cosas no habían terminado bien la última vez que estuvimos juntos en el campo de batalla. Fue en un Rosario Central – Newells Old Boys, en cancha de la lepra. Yo estaba de baja, suspendido por haber detonado un tacho con trotyl en la furgoneta del capellán. Era joven e impetuoso, y no aceptaba la imposición de la autoridad religiosa. Era un renegado y eso en el ejército se paga. Pero era bueno en lo mío, vaya si era bueno. Me decían el “Demoledor Implacable”. Mis misiones eran catalogadas como M: SJ (Misión: Super Jodida, en jerga militar), nada de M:I de Ethan Hunt, un pelotudito al que cachetié delante de la novia en un bar de Helsinki. Todavía recuerdo las palabras del viejo Almirante Jefferson Winewithcoke, quien dijo de mí “Si en la segunda guerra mundial lo teníamos a este pendejo, a Hitler le rompíamos el orto”.

Pero bueno, la cosa es que estábamos en la cancha de Newells, en la popular leprosa mirando el partido, siguiendo un 0 a 0 que no se resolvía, a pesar de que estábamos ya en tiempo de descuento. Y en eso va que el win derecho de Central, Osvaldo “cintazo” Escudero, recupera el balón en mitad de la cancha, mete la gambeta y saca un violento remate cruzado, furioso, que se clava en la cruceta izquierda de la portería leprosa, haciendo enmudecer a la hinchada. Newells lloraba, y yo, que estaba en el medio de la popular, me saco la campera y dejo al descubierto la casaca canalla y grito “¡Sigan chupando putos, sigan chupando!” (frase que años más tarde me plagiaría Diego Armando Maradona). Ante semejante acto de gallardía y temple, la hinchada leprosa se nos vino encima a Trautman y a mí, y bueno, inauguramos la violencia en el fútbol argentino, el coronel peló su reglamentaria y cuatro granadas, y yo mi cuchillo de 68cm, listo para degollar leprosos. Se armó la batahola, volaban piñas, sillas, botellas, nenes de dos años, de todo. Aguantamos valientemente, pero eran demasiados. Y también andaban armados. Fue esa la vez que perdí mi brazo izquierdo de un machetazo. Derrocharía demasiado tiempo relatando los pormenores de la pelea, como sangre arterial perdí aquella vez. Sólo diré que nos llevaron al hospital y que el seguro del ejército de Estados Unidos se hizo cargo de todo y me reimplantaron el brazo. Fueron siete operaciones. En realidad con la primera quedó bien, pero como yo metí un abogado y fuimos a jucio, al final logré que me pusieran un brazo biónico, con un lanzamisiles, napalm, metralleta y una impresora. Hasta ahí eran cinco operaciones, pero después la tecnología siguió avanzando y me hice instalar un mp3 con dos parlantes y un woofer . Pero bueno, me estoy yendo por las ramas, no es de mi brazo biónico de lo que estaba hablando, sino de la visita del coronel Trautman a casa. Terminé de hacer el té de lechuga y salchichas, lo colé, y se lo serví. Me senté frente a él. Nos miramos un rato que se hizo eterno. Habrán sido unos 40 minutos. El coronel es un hombre de pocas palabras y yo no quería aflojar. Por ahí me habló:

Trautman: Está rico el té.
Yo: Es chino, bueno para la artritis.
Trautman: Ahora quisiera comerme una banana.
Yo: ¿?...
Trautman: no insinuaba nada, ando bajo de potasio.
Yo: Ajá
Trautman: Bueno… voy a ir al grano Demoledor Implacable
Yo: Ya no llevo ese nombre Coronel, eso quedó en el pasado, ahora soy un hombre de paz, puede llamarme maravilloso Míguel o maravilloso a secas.
Trautman: Esta bien, te necesito para una misión
Yo: Ya no hago el trabajo sucio del gobierno, ahora trato de ganarme la vida honradamente, vendiendo paraguas cuando llueve.
Trautman: Pero necesito a alguien como vos, un hombre con temple, que no tema a la muerte.
Yo: entonces llamalo a Rambo, el no va a tener drama.
Trautman: ya lo llamé, pero no puede, tiene turno en el podólogo, se le encarnó la uña del dedo gordo, está que llora del dolor. Y no puedo esperar ¡necesito a alguien ya!
Yo: ¿Y cuál es el objetivo?
Trautman: Niguando Bigamdarabanda Narakawasti, un maestro yogui de la India que está sublevando a los nativos del Indostán para que hagan presión en el mercado y bajen el precio de la Coca Cola.
Yo: ¡Otra vez los comunistas! ¡malditos rusos!
Trautman: No, no, no es ruso, este es indio de la India, un yogui, un pacifista.
Yo:… y seguro que es trotkista ¡comunistas de mierda! ¡Nunca aprenderán! ¡son todos montoneros!
Trautman: ¡Que no es comunista! ¡Te digo que es un indio de la India!
Yo: … y no importa si es marxista o leninista, yo lo boleteo igual. Es más, voy a hacerlo gratis.
Trautman: ¿en serio?
Yo: No, me entusiasmo al pedo. Mejor te voy a cobrar.
Trautman: Hay buen dinero, la Coca Cola paga bien.
Yo: No me interesa el dinero. Quiero unos cuantos kilos de yerba Nobleza Gaucha y dos tarros de dulce de leche de 5 kilos, acá no se consiguen.
Trautman: dalo por hecho. Salimos en una hora.

En algún lugar de la jungla del Indostán
El zumbar de las alas del Blackhawk corta el aire y resuena en mi cabeza. Veo sangre. Miro por la ventanilla del helicóptero y sólo veo sangre. También hay árboles y campo y animales pero yo veo sangre. Estoy en modalidad “Demoledor Implacable”, convertido en una máquina asesina, un huracán de violencia, un torbellino de espasmos mortales. No llevo armas, sólo mis manos, mi técnica, y mi viejo y afilado cuchillo de caza. Las manchas de manteca y mermelada en su hoja revelan que en estos últimos años tuvo un destino poco glorioso, lejano a los fines para los que fue forjado, en el fuego de un volcán, a manos del herrero Hiroito Himahaguchi, un maestro cuchillero tailandés que, ironía del destino, murió aplastado por una topadora cuando quiso salvar un bebé que se había metido adelante. Lo sé porque yo era ese bebé... ¿o yo era la topadora? ¿o ya la manejaba? No sé, los recuerdos son difusos, capaz que murió de apendicitis. Fue una época difícil, el opio nos tenía mal a todos. Pero este será un trabajo silencioso. La operación “Pedo de oficina” está en marcha. Se trata de un trabajo rápido, discreto, sin complicaciones. El helicóptero me deposita en medio de la jungla, cerca del campamento de Niguando Bigamdarabanda Narakawasti, el yogui montonero. El helicóptero se aleja. Atisbo al Coronel Trautman haciéndome la venia. Leo sus labios cuando le dice al piloto “Es el mejor que tenemos. Lástima que esté tan borracho”. No me importa. Aunque no me tengan fe, sé lo que tengo que hacer. El alcohol me ayuda a olvidar. Mi instinto sigue alerta. Aunque no tengo GPS, ni mapas ni nada, mi intuición me dice que allá donde está esa casita que tiene un cartel que dice “Familia Narakawasti, Om Shanti”, está parapetado mi objetivo.
Me muevo como un leopardo agazapado frotando la panza contra el piso. A los dos metros me levanto. Tengo toda la panza llena de espinas y estoy mareado. Vomito. No tendría que haber comido fescado frita antes de la misión. Mejor voy caminando. Voy cantando una canción de los redondos y haciendo el punteo en mi guitarra imaginaria para no levantar sospechas y pasar como turista.
Sigo caminando. Estoy a 15 metros de la casa de Narakawasti. En eso lo veo, meditando debajo de un árbol. Trato de ir derecho, pero tomé mucho vodka. Me acerco cauteloso, nunca se sabe, puede estar empollando una granada. Nunca me resultó fácil eliminar a un hombre indefenso. Pero el trabajo es trabajo. Así que cierro los ojos fuerte y me acuerdo de cuando Scar mató a Mufasa, el papá de Simba, y me entra una rabia tremenda y ahí liquido a cualquiera. Pero esta vez me fui de mambo. El recuerdo de Simba me quiebra, caigo de rodillas, llorando. El yogui abre los ojos. Lo miro y le digo entre sollozos: “Se murió boludo… Mufasa se murió… y Simba no tiene papá… ¡por queeeeeeeeeeeeeeeeeee!”. El yogui me mira perplejo y me dice “¿Que le pasa señor? ¿Se encuentra bien?”.
“Nahhhhhhhhhhhhhhhhh naaaaaaaaaaaaaa se murió boludo ahhhhhhhhhhhhh lo mataron ahhhhhhhhhhhhh”.
Narakawasti me mira sin entender nada, mientras yo me quedo tirado llorando en el pasto, en la posición de bicho bolita, pensando en Simba y su futuro incierto, porque no es fácil ser rey de los leones, es un quilombo, encima es tan chiquito. Me doy cuenta que tomé demasiado vodka en el helicóptero. La misión se va a la mierda. Cierro los ojos y la imagen vira a negro.

En algún lugar del Pacífico
Abro los ojos y enseguida me doy cuenta donde estoy. En el peor lugar: La Colonia. Una isla a donde nos mandan a todos los espías o agentes especiales que hacemos cagada en una misión. Yo sé todo esto porque ya estuve acá, en el ´85, después de aquel trabajo en la guardería “Barquito de Papel”, cuando trabajaba para la KGB, que sospechaba que la Carmencita, esa inocente compañerita de 4 añitos, era una doble agente que vendía información militar al Mossad. Lamentablemente era inocente denserio, pero lo descubrí tarde, después de aflojarle las rueditas del costado en su bicicleta. El objetivo estaba eliminado y no había nada que hacer. Encima todo mal, porque yo estaba enamorado de la Carmencita. Fue terrible. También estaba enamorado de la señorita Mónica y la señorita Laura. Tenía el corazón partido y me quise abrir de todo esto, pero me agarraron los rusos, y terminé en La Colonia, igual que ahora. Pero no me importa, ya me escapé antes, y me voy a escapar de nuevo. Tengo entendido que Van Damme está urdiendo una fuga. Voy a ver que onda.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

“Es el mejor que tenemos. Lástima que esté tan borracho”.

jajajajajajajaja
ajajajajajajajja

por fin, mig!!!

fuerza y a escaparse!!

Yo dijo...

Lo esperaba con mas ansias que dragon ball cuando era pibe.

Gracias Mig!

Chicote dijo...

mooooooyyyy buenaaaaaa!!!
por el amor de Alá!!! que manera de reirme!!!
juro que con lo de Scar y Mufasa crei que me desmayaba!!! una belleza!!
se lo pase a la monada del club y el retorno fue una gloria!!
bien ahi don MIG, de verdad crei que se lo habia violado un gaita culo roto!!

Anónimo dijo...

Q PEDACITO DE BLOG, EH???